
Diarios de la motocicleta
Vi la película “Diarios de la Motocicleta” hace unos dias. Cuenta la historia de un viaje a través de América Latina que el joven Ernesto Guevara hizo junto a su amigo Alberto Granado en su juventud, en 1952.
Entre muchas cosas que me gustaron, recuerdo haber detenido mi mente en un punto de la película, pensando “esto es algo sobre lo que tengo que escribir”. Ese algo era la música, o más bien la combinación de sonido con imágenes en ese preciso momento. Instantáneas de gente pobrísima de todo Sudamérica, fundida con música intemporal. Melodías rabiosas pero lentas tocadas con guitarra eléctrica, tambores y percusiones tribales. Sentí entonces que eso es exactamente el motivo por el que el rock n’ roll nació: para hacer de esa furia, de esa humillación un sonido.
Ciertamente, el sexo y otros instintos animales pueden tener mucho que decir en el rock y el culonas xxx . Diablos, ahora mismo estoy vistiendo una remera de Led Zeppelin. Pero en Mississippi en los Estados Unidos o en el desierto de Atacama del norte Chileno hay cosas que un laúd o un violín no pueden contarnos. El rugido distorsionado de una guitarra eléctrica me trajo el entendimiento, la comprensión de esa gente, el «grito silencioso destinado a crecer, y a estallar». Entendí entonces, una vez más, el costado revolucionario de muchas cosas, de muchas canciones y de mucha, muchísima gente. El “potencial revolucionario de peteras”, que el joven Ernesto “Fuser” Guevara le atribuía a los desposeídos latinoamericanos. Fue también entonces, en ese momento, que me sentí más de mí mismo que lo que había sido antes. Sentí que había comprendido.
Sentí con esta película muchas cosas. Tantas, que cuando salí del cine no sabía si era una película “buena” o “mala”. Me toca demasiado como para ser crítico y objetivo. Hay en ella paisajes que he visto mientras viajé por la Pampa, la Puna y el Sur. Hay paisajes que he visto viajando, lugares que se ven iguales a ese 1952 de rutas de barro, distancias enormes y aventura. Encontré gente tan pobre que no sabe lo pobre que es y vive feliz sin necesidades incumplidas, lejos del resto del mundo poringa. Gente que a veces muere amargamente, también.
Ahora mismo, el pub londinense en el que estoy se acopla perfectamente a mi melancolía, tocando la música de mi patria: tambores rústicos (bombos), puna y quebradas. ¿Qué se yo? Tal vez no sea el único.
Comencé a escribir esto pensando en el Rock n’ roll y las revoluciones. Termino pensando cuánto le debemos a los símbolos a veces: una película, una canción, una imagen. Un gesto que me lleva a tantos lugares y a tantas, tantísimas cosas.